viernes, 6 de junio de 2014

La ciudad de las siete colinas vista por Quevedo

Así es como llamaban los antiguos latinos a su capital: Urbs Septicollis. Para entendernos, la ciudad de las siete colinas. Efectivamente, el perímetro de la ciudad clásica circundaba siete colinas junto al río Tiber, cada una con su nombre a cuál más llamativo: Quirinal, Viminal, Esquilino, Celio, Aventino, Palatino y Capitolio.



Estas siete colinas – no muy altas; ninguna supera los 70 metros de altura --  son un símbolo recurrente en la mitología romana, su religión y su política. La tradición cuenta que la ciudad fue fundada originalmente por Rómulo y Remo sobre el monte Palatino.

La historia cuenta que las siete colinas fueron ocupadas por pequeños asentamientos que se agruparon y formaron la ciudad llamada ROMA. La ciudad nació por tanto una vez que los asentamientos comenzaron a actuar como grupo, drenando los valles pantanosos que los separaban y convirtiéndolos en mercados y foros.

Uno de los más importantes poetas españoles, Francisco de Quevedo, viajó en abril de 1617 a la ciudad eterna para transmitir un mensaje de su jefe, el duque de Osuna y virrey de Nápoles, para el papa Pablo V. Posiblemente durante su estancia compuso este soneto dedicado a Roma, en el que se mencionan dos de las colinas, la que fue Muralla Serviana y el río Tibre o Tíber.

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.

Yace, donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.


El tema del soneto, como ya habréis adivinado, se sitúa en el desencanto y paradoja que experimentaba el viajero ansioso de encontrar la gloria de los latinos en la ciudad del Tíber y encontrarse solo con ruinas y despojos. En el siglo XVII la mayor parte de los edificios romanos estaban muy deteriorados, sucios y ruinosos; en su interior malvivían todo tipo de okupas y además, sus piedras eran continuamente saqueadas para reciclarlas en nuevas construcciones.

Con este tema aprovecha Quevedo para desarrollar el tópico barroco de la fugacidad del tiempo y brevedad de las glorias mundanas: Sic transit gloria mundi. Afortunadamente nosotros nos encontraremos una ciudad mucho más cuidada y acondicionada que la que visitó don Francisco en su época.

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