Estas siete colinas – no muy altas; ninguna supera los 70
metros de altura -- son un símbolo
recurrente en la mitología romana, su religión y su política. La tradición
cuenta que la ciudad fue fundada originalmente por Rómulo y Remo sobre el monte
Palatino.
La historia cuenta que las siete colinas fueron ocupadas por
pequeños asentamientos que se agruparon y formaron la ciudad llamada ROMA. La
ciudad nació por tanto una vez que los asentamientos comenzaron a actuar como
grupo, drenando los valles pantanosos que los separaban y convirtiéndolos en
mercados y foros.
Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.
Yace, donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.
Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
El tema del soneto, como ya habréis adivinado, se sitúa en el desencanto y paradoja que experimentaba el viajero ansioso de encontrar la gloria de los latinos en la ciudad del Tíber y encontrarse solo con ruinas y despojos. En el siglo XVII la mayor parte de los edificios romanos estaban muy deteriorados, sucios y ruinosos; en su interior malvivían todo tipo de okupas y además, sus piedras eran continuamente saqueadas para reciclarlas en nuevas construcciones.
Con este tema aprovecha Quevedo para desarrollar el tópico barroco de la fugacidad del tiempo y brevedad de las glorias mundanas: Sic transit gloria mundi. Afortunadamente nosotros nos encontraremos una ciudad mucho más cuidada y acondicionada que la que visitó don Francisco en su época.
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